La capa de ozono, ese escudo gaseoso y protector de la vida en la Tierra, ya no está en agonía permanente. Hoy, su nombre no aparece en rojo, como mostrando una muerte inaplazable. A mediados de la década de los 80, científicos del British Antartic Survey, en el Reino Unido, que habían estado monitoreando las cantidades de ozono en la Antártica desde 1957, descubrieron que los niveles de concentración de este gas que impide que el sol calcine nuestra piel habían disminuido y estaban a punto de entrar en estado terminal. Ahora sabemos que se han recuperado, para regocijo de la humanidad.
Para el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) e incluso para la Agencia Espacial Estadounidense (Nasa), hay un solo responsable de que la humanidad no haya sucumbido frente a esta amenaza: se trata del Protocolo de Montreal, del que se acaban de cumplir 25 años desde que fue negociado por 193 países en 1987 -entró en rigor dos años después- y que obligó a las naciones a reducir el uso de los químicos que destruyen esta capa protectora. Hoy es el acuerdo internacional en medioambiente más exitoso de la historia. A diferencia del de Kioto -suscrito en 1997 para reducir los efectos del calentamiento global-, este pudo vincular a los Estados en controlar las emisiones de las sustancias agotadoras de ozono presentes en aerosoles o en sistemas de refrigeración, llamados clorofluorocarbonos o CFC. Un mexicano, Mario José Molina, fue quien descubrió que los CFC eran los causantes de aquella destrucción, hallazgo que no solo le valió el premio Nobel de Química en 1995, sino que motivó las bases de este acuerdo.
El Protocolo de Montreal ha sido cinco veces más efectivo en la disminución anual de más de 100 sustancias destructoras de ozono que lo logrado por el Protocolo de Kioto desde su ratificación en 2005, y con el cual se buscaban reducir las emisiones de dióxido de carbono.
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